LA SUFRIDA
El enorme helicóptero apareció ante mí como una pesada ballena varada sobre la arena, posado en el patio central del Campamento de la Legión. Al pasar junto a él me sentí como un moribundo pececillo que aleteara fuera del agua en sus últimos estertores. Los calambres de las piernas apenas me permitían pedalear, los dolores en los cuádriceps femorales no habían cesado en las últimas horas, las cervicales me estaban matando y la llegada al principal punto de avituallamiento de la carrera me pareció el mejor premio al esfuerzo acumulado en los ochenta kilómetros anteriores.
Me gusta la bicicleta y el ejercicio físico en general, pero en aquel momento poco menos que maldecía el instante en que había decidido inscribirme en los 101 kilómetros de Ronda. Lo había hecho en un momento de coraje y como desafío personal, tras una temporada de escaso entrenamiento y menor motivación.
Bajé de la bici, la dejé caer al suelo y con paso inseguro entré en el comedor del cuartel, tomado por ciclistas civiles y fisios voluntarios, dispuesto a tumbarme, recibir un buen masaje en las piernas y retirarme definitivamente del infierno en que se había convertido para mí aquella carrera.
El recinto, otrora repleto de marcialidad y orden militar, rebosaba bullicio y camaradería informal en una mezcla de risas, lamentos, cansancio y sudor. El ambiente era espeso, resultado de la conjunción de olores a comida y efluvios humanos.
Me dirigía a la cola que al fondo serpenteaba hacia el cartel de "fisioterapia" cuando percibí un nuevo olor. Giré la cabeza y la vi. Sólo el perfil primero. Después los hombros. Y más tarde su figura entera enfundada en licra desde el cuello hasta los muslos. Una coleta en trenza se escapaba del casco que ya calaba y terminaba entre los omóplatos, apuntando a un final de espalda desde la que despegaban dos contenidos y tentadores glúteos. Dejaba un leve rastro que combinaba exudación natural y un casi imperceptible perfume. Salió del recinto y se acercó a una de las decenas de bicis que descansaban en el suelo, sobre los escalones de la entrada del comedor o inclinadas contra la pared. La levantó y dejó que se apoyara en posición vertical sobre su cadera mientras terminaba de enfundarse los guantes. Rayando la indiscreción la observé con más detenimiento, admirando la seguridad y entereza sin agotamiento aparente con que efectuaba cada uno de los movimientos necesarios para reanudar la marcha. El maillot y el culotte, perfectamente conjuntados en rosa pálido y bandas grises en diagonal, contenían unas curvas tensas y estilizadas que eliminaban cualquier posibilidad de arrugas en el tejido. Del pantalón surgía el final de dos firmes muslos que coronaban los marcados gemelos que, sucios, polvorientos, se alargaban hasta hundirse en los cortos calcetines.
Alzó los brazos y se palpó el casco apretándolo sobre su cabeza. Alcanzó el bidón de agua y le dio un trago, dejándolo después sobre la repisa del zócalo de la pared donde había reposado su montura. Pulsó alguno de los botones del cuentakilómetros, pasó la pierna sobre el sillín con flexibilidad y soltura, calzó las calas de los pedales, se levantó sobre ellos y comenzó a rodar en un arranque de sensualidad que me hizo desenfocar cualquier otro objeto que tuviera en mi campo de visión.
Abrí la boca para decir algo pero fui incapaz de articular palabra. La vi remontar la primera cuesta de salida del cuartel en un vaivén de caderas que provocó la desaparición de cualquier dolor, cansancio o calambres que hasta aquel momento hubiera sufrido. Y llegaba ya al final de aquella pendiente cuando reaccioné sin pensar.
Agarré el bote que había dejado olvidado y lo metí en uno de la bolsillos traseros del maillot. Levanté la bici de donde había quedado tirada en el suelo y con renovadas fuerzas tomé impulso para afrontar el resto de la carrera en pos de aquella espalda rayada en gris y rosa.
Durante varios minutos mantuve a mi perseguida al alcance de la vista pero fui incapaz de ponerme a su altura. Le había gritado repetidas veces para llamar su atención y devolverle el bote que dejó olvidado pero no pareció oírme ni echarlo de menos.
Tras unos kilómetros sobre asfalto el recorrido retomó la tierra en los caminos que bordeaban el río Guadalevín al principio y más tarde se empinaban con dureza hacia las temidas cuestas de la Ermita de Montejaque.
Y allí la perdí. Fui incapaz de mantener la distancia y menos aun de alcanzarla. Pero el encuentro me había insuflado fuerza y energía y me ayudó a recuperar la ilusión por terminar la carrera. No me quitaba de la cabeza la imagen de aquel maillot rayado en gris y rosa, ansiaba verlo en algún recodo del camino y mantenía en el bolsillo de la espalda aquel bote de agua cuya coartada me permitiría justificar el encuentro.
Remonté pendientes del trece por ciento con la bici a cuestas, bajé a gran velocidad caminos y carreteras, crucé la población de Benaoján con sus gentes saludando aquella caravana de colores que se desgranaba sobre sus calles y de nuevo pasé junto al Campamento de la Legión, de donde en continuo desagüe fluían ciclistas, corredores y caminantes. Como viejo pellejo de vino que perdiera el preciado líquido por sus poros, así continué vertiendo fuerzas por el sendero que dirigió mis pedaladas a la base del último reto, la Cuesta del Cachondeo.
Piel con piel, vacío de energía empujé la bici a pie hasta llegar a la cumbre: Ronda por fin, con sus calles asfaltadas que de nuevo rodando me llevaron semiconsciente a la meta de La Alameda.
Pero aquellas calles y aquella gente que saludaba a los que llegábamos al final de la carrera eran mágicas y consiguieron reavivar mi físico moribundo. La llegada, el soldado que solícito me colgó aquel medallón de cerámica del cuello, el bullicio de los que terminaron antes y comentaban la dureza de la jornada, las familias que acompañaban a los valientes que sucios y sonrientes andaban de un lado a otro del recinto, los líquidos y la comida caliente que servía la organización... todo pasaba por mis ojos con el filtro de una lente ojo de pez que registraba cuanto veía, a la búsqueda de aquello que no conseguía ver por ningún lado.
Aquel año volví a casa contento y decepcionado a la vez. Orgulloso y satisfecho por haber terminado mi primera gran carrera en bici y algo triste por haber sido incapaz de devolver el bote a su dueña. Un bote rosa rayado en gris.
Acudí a las siguientes dos ediciones del evento rondeño y mejoré con cierta facilidad el tiempo final de aquella primera ocasión. Entrenaba durante el año con ilusión e incluso conseguí convencer a algunos compañeros para que me acompañaran. Participé en algunas concentraciones menores, cicloturistas y paseos familiares, retomé el gusto por la carrera a pie que tenía olvidado desde aquellas fiestas deportivas escolares de tantos años atrás y mejoré el material. Adquirí una bici bastante más ligera que mi antigua y pesada Orbea del noventa y uno, con cambios y desviadores de nueva generación, frenos de disco y suspensión delantera.
También guardaba, como un amuleto que me recordara la primera participación en los Ciento Uno, el bote de agua que me ayudó a terminar en mi estreno. Lo había metido en el baúl de los trastos ciclistas y lo recuperaba cada vez que acudía a Ronda con La Legión, en la vaga esperanza de volver a ver a aquella chica que tanto me había impresionado.
Pero la que iba a ser mi cuarta gran carrera se vio frustrada por el deber ineludible de los soldados legionarios de Ronda. No sé si aquel año les tocó Bosnia o Afganistán o algún otro de los destacamentos que el ejército tiene en el extranjero, pero en cualquier caso tuvieron que dedicar su tiempo y su esfuerzo a cuestiones menos lúdicas que nuestros paseos deportivos por la serranía malagueña.
Y mi pequeña frustración me llevó, en uno de tantos paseos internautas por la red, a conocer la organización de La Carrera de Santiponce en BTT o corriendo y no lo dudé. Me inscribí en cuanto se abrió el plazo y conseguí unos de los primeros dorsales para participar en los 74 kms en bici de montaña.
El día de la carrera amaneció frío, nublado y desapacible. Ingredientes meteorológicos que no pudieron con la ilusión que germinó en Ronda, creció en Sevilla y estaba a punto de florecer en Santiponce. Había preparado todo la noche anterior y no me quedó más que vestirme, dar cuenta de un buen desayuno y partir.
Justo frente a la entrada de Itálica, en la carretera que divide al pueblo, los colores de los maillots, culottes, impermeables y otras prendas de abrigo que protegían a los ciclistas participantes, el arco rojo intenso que marcaba la línea de salida, los carteles de las entidades colaboradoras, públicas, privadas y la oenegé de Andex, componían una macedonia arco iris que destacaba sobre el húmedo negro del asfalto. Amigos que se encontraban, grupos que en formación llegaban, parejas ilusionadas por repetir o participar por primera vez, todos hormigueaban frente a la Venta Venancio tras recoger el chip y los dorsales y buscando el mejor sitio para el comienzo de la marcha.
El chupinazo que marcó la salida fue seguido por el perezoso arranque de un pelotón abigarrado, que se puso en marcha con la aparente lentitud de un avión pesado que levantara el morro al final de su despegue. Cruzamos un pueblo que se desperezaba en la mañana con pocos espectadores en sus calles y dejamos el asfalto camino del Aljarafe sevillano. Surcando la conocida como Ruta del Agua bordeamos las poblaciones de Valencina y Salteras y atravesamos después Gerena, trazando un perfil que no presentaba apenas desniveles destacables, hasta llegar a las inmediaciones de Guillena, en donde el recorrido giró a la izquierda para en contínua subida llegar hasta la cota más elevada de la carrera. Desde allí la gran bajada del circuito nos condujo a la venta La Cantina, desde donde comenzaba el tramo más vistoso que, sinuoso, nos llevó de vuelta a Guillena.
No se trataba, de ningún modo, de un recorrido tan exigente como el de Ronda. Las pendientes no se acercaban, ni de lejos, a los porcentajes malagueños y mi entrenamiento había llegado a un nivel que me permitía disfrutar del esfuerzo, las ganas de terminar e incluso hacerme merecedor de algún honroso lugar en la clasificación bastante alejado de las posiciones de cola. Pero el espíritu y el ambiente eran los mismos. Similares luchadores en diferentes campos de batalla.
No siendo tan aguerrido como otros, vadeé un riachuelo por la parte menos complicada, sin pedalear con el agua por encima de la mitad de las ruedas, y trepé con la bici a cuestas entre raíces y tupidos matorrales. Volví a echarme el cuadro al hombro para subir un terraplén resbaladizo, pasé algún control por parte de los voluntarios y por fin enfilé el camino que bajo una carretera nos condujo de vuelta a Santiponce.
Ahora sí, algunos paseantes nos saludaban en nuestro regreso. Había salido el sol y aunque la temperatura no era elevada el calor del público y la alegría de sentir cerca la meta subieron mi nivel de euforia y alcé los brazos en más de una ocasión, sintiendo al hacerlo el bulto que en un bolsillo trasero me producía el bote que hasta ahora siempre me había acompañado en mis periplos deportivos. Albergaba la esperanza de ver a su propietaria, como siempre hacía desde que me apropié de él.
Pasé bajo el arco inflable de la meta con la sonrisa de satisfacción que siempre me acompañaba al final de cada carrera y la vi justo delante de mi. Acababa de cruzar la línea de llegada, escasos minutos antes que yo y caminaba junto a su bici en dirección a los puestos de entrega de bolsas de avituallamiento y otros regalos. Vestía el mismo maillot a rayas, aun no se había quitado el casco y su colorida espalda seguía dividida por la misma castaña y prieta trenza. Me palpé instintivamente la espalda para comprobar que el bote seguía en su sitio y la seguí a pocos metros, observándola con nerviosismo.
Poco antes de que llegara a la mesa en donde los voluntarios comprobaban el dorsal y entregaban los recuerdos se detuvo. Se giró en mi dirección y sonrió. Pero su miraba enfocaba más allá de mi persona. Pude observar cómo aquellos ojos oscuros que enmarcaban una fina y polvorienta nariz y estaban rodeados de leves churretones de sudor, apoyados en ojeras que intuí procedían de algo más que una simple carrera en bici, apuntaban a algo que estaba detrás de mí. Por mi derecha pasó una silla de ruedas empujada por un una chica que rayaba en la adolescencia y cubría su cabeza con un pañuelo con la palabra Andex. Sentado, abriendo la boca y levantando los brazos, un niño de unos diez años se dejaba empujar. Su brillante cabecita, sus cejas ausentes, su sonrisa, apuntaban a la chica de las rayas y gritaba -¡mamá!
Por mi izquierda me adelantó un hombre de unos sesenta años que portaba a otro niño en sus brazos, éste de menor edad que el anterior, pero que igualmente lucía un lustroso cráneo sin cabello ni pestañas.
El recién llegado grupo alcanzó a la mujer y ésta los fue abrazando a todos uno a uno, repartiendo besos en mejillas y cabezas pelonas y regalando sonrisas, dejando la bici en el suelo y cogiendo en brazos al más pequeño.
Aguardé unos minutos a corta distancia, haciéndome invisible a aquel encuentro, hasta que tomé la decisión y me acerqué despacio, cauto, sorprendido.
-Hola. Creo que esto es tuyo. -Le dije a la vez que le mostraba el bote vacío.
Ella me miró por primera vez, por fin, mostrando un rostro reflejo del cansancio de la carrera, del agotamiento vital, y a la vez de la satisfacción por haber llegado a término y estar rodeada de aquella familia sin pelo.
-Esto... sí, gracias. -Dijo. Cogió el bote y lo miró sorprendida. Lo introdujo en un bolsillo de su espalda y me volvió a mirar sin decir palabra.
Me presenté, le dije mi nombre y me contestó, esta vez con decisión:
-Yo soy Antonia, pero todos me conocen como "La Sufrida".