17.12.09

R001.MIS 101 PARTICULARES KILÓMETROS

Existe un dicho que expresa que “el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. Sinceramente, desconozco si el resto de la fauna del mundo mundial tropieza una, dos o no se cuántas veces en la misma piedra o en diferentes piedras. De lo que sí estoy seguro es de que nosotros, los seres humanos, o personas, o mujeres, hombres, etc., sí que lo hacemos, y no siempre es para mal. Me explico:

Durante mi primera participación en la tan popular prueba de los 101 Kms de Ronda (digo que es tan popular porque en el mundillo de los corredores de larga distancia basta con pronunciar “los 101” para que todo el mundo ya sepa a qué te refieres) iba jurando y perjurando que jamás volvería a patear, ni andando, ni correteando, esos caminos de Dios, que para mí se estaban asemejando más a los caminos de Satán. Con cada paso, con cada zancada, me daba la impresión de estar sumergiéndome en la más pantanosa de las ciénagas, imaginaba que me hundía y hundía sin poder asirme a nada que pudiera salvar mi debacle. Cada golpe de mis zapatillas contra el suelo, ya fuera asfalto, ya camino terrizo, ya cuesta empedrada, traía a mi mente la idea de abandonar, de echarme a la banda y dejar que mi cuerpo volviera a su estado normal. Pensaba que no había una parte de mi cuerpo que no sintiera dolor, lo que llevaba a mi mente un enorme pesar que me empujaba a tomar la determinación de abandonar. Pero no, los ánimos de los corredores que me adelantaban y alentaban; del público por las calles de las distintas poblaciones; las palabras y el apoyo constante de los voluntarios y los legionarios; me dieron una fuerza física y mental suficiente para poder cruzar esa tan ansiada línea de meta.

A pesar de todos esos malos pensamientos, de un pesimismo cada menos menos optimista, cuando estaba en casa, saboreando la segunda ducha de la jornada, ya rondaba por mi cabeza la posibilidad de descansar lo antes posible para poner los cimientos de cara a afrontar mi participación en la próxima edición de los 101. Tras medio año esperando a que se abran las inscripciones para la siguiente edición, tengo la fortuna de estar entre los afortunados que consiguen dorsal, así que desde ese momento pongo más y más empeño en que la preparación sea la idónea para llegar al Día D en las mejores condiciones posibles.

Pues, como siempre pasa, el Día D llegó. Los nervios se han ido acumulando día tras día, aflorando en las madrugadas, obligándome a pasar muchos ratos en vela por tener mi estómago que parecía un hormiguero gigantesco.

Como en la vez anterior, quedamos varios foreros para saludarnos, para darnos energía, para motivarnos, para contar nuestras penas y nuestras mejores batallitas. El campo de fútbol parece un volcán a punto de entrar en ebullición. Corredores, atletas, duatletas, legionarios, voluntarios, familiares, público en general. Todos formábamos un estampa digna de retratar, de grabar a fuego en un rincón especial de nuestra memoria, pues es un momento muy especial.

Con el eco del cañonazo de la salida, la marea humana comienza a desperezarse, a dar los primeros. Ronda queda invadida por una serpenteante línea que copa el ancho de las milenarias vías rondeñas. Se oye el tran tran de los apoyos de las zapatillas sobre el asfalto, sobre el adoquinado. Sobresale, además, el susurro de las conversaciones entre los corredores, pues todavía el ánimo da para no hacerte a la idea de que los 101 ya te han atrapado, estás en proceso de ser devorado por cada metro, por cada cuesta arriba, por cada bajada, por cada rayo de sol que se abate sobre nuestros cuerpos, por cada gota de sudor (¿cuántos millones de gotas de sudor no caerán a lo largo y ancho de nuestra piel?, ¿las habrá contado alguien alguna vez?). Evidentemente, todos somos prudentes con la velocidad de marcha, queda mucho por delante. Los kilómetros pasan sin darte cuenta, llegando a pensar que la costa está chupá, que está hecho.

Al dejar Ronda allá atrás, allá arriba, la reflexión te lleva a pensar que gente como la que había por las aceras, por las calles, gritando, dando ánimos, diciéndote que eres el mejor, un campeón, son, en gran medida, los culpables de que “los 101” sean lo que son, una prueba especial, mágica, que te engancha una vez que la saboreas.

Una vez alcanzado el pueblo de Arriate, la gente, abarrotando la calzada y la aceras, te da fuerzas, aliento. Sus palabras y sus aplausos consiguen insuflarme chorros y chorros de energía, de ganas, de voluntad. Así, con gente de esta estirpe, todo es más fácil y llevadero. Toca ir a por el siguiente punto.

Los metros, los kilómetros pasan. Asímismo, pasan por mi mente muchos recuerdos, cientos de imágenes, de momentos. Buenos y no tan buenos, pero estos no tan buenos también te sirven para motivarte, para hacerte ver que la línea de meta llegará, como todo llega en esta vida. Tan sólo hay que saber seguir dosificando, aprovechando cada avituallamiento, cada bajada, cada metro llano. Eso es fundamental. El día y parte de la noche se harán largos, cuasi interminables. El año pasado, en mi bautizo como cientounero, ni siquiera tuve tiempo de esperarla, de verla llegar, pero cuando uno se encuentra a los pies de las cuesta de los guarros, o de los cerdos, o de los cochinos, o de los puercos (dependerá de cómo cada uno haya adoptado su forma de expresar el nombre de ese animalito que tantas ricas viandas nos proporciona). Este año sí, en esta edición iba pensando desde hacía rato en cómo afrontarla. Si más rápido o más lento; si corriendo o caminando. Eso era de lo menos, en ese momento tocaba enfrentarse a la cuestecita con determinación, con ganas, con mentalidad positiva, con la mente abierta. La mente, no se, pero a estas alturas me daba la impresión de que tenía abierto hasta el pellejo. Cuando vas subiendo una cuesta así, cuando te adelantan más y más corredores, cuando empiezas a vislumbrar que tus fuerzas se han quedado abajo der tó, cuando cada metro te comienza a parecer un mundo, da la impresión de que el universo se ha puesto en tu contra. Los malos augurios comienzan a acudir a tus pensamientos, parece que también se meten en tus músculos, queriendo paralizarlos, diciéndoles que se paren, que hasta aquí hemos llegado. Pero no. Aunque soy tan sólo un bebé como cientounero, los entrenamientos inerminables, los maratones acabados, los sinsabores del pasado, las alegrías, los buenos momentos, luchan contra las fuerzas del mal para evitar echarse a la banda, que me pare, que me retire, que diga adiós a esa ilusión, a ese sueño en que se ha convertido mi deseo de llegar sano y salvo a La Alameda, a tomar aire asomado al “Tajo del Coño”.

Uno tras otro, los corredores que me alcanzan se paran conmigo, me preguntan que qué tal voy, si necesito ayuda. Les pido un helicóptero, pero ninguno viene preparado. Les doy las gracias y comienzo a trotar, despacito, a trote cochinero, como no podía ser de otra forma, dado el lugar en que me encuentro. Me hago a la idea de lo que va a suponer el resto del trayecto, un sufrimiento contínuo, una odisea en la que tendré que hacer frente a muchos fantasmas, a muchos altibajos, a muchos dolores. Eso es lo de menos. A varias horas de mí tengo a mi familia, a la gente que día tras día me ha venido mostrando todo su apoyo, con calor, con las mejores palabras, con los mejores deseos. Soy consciente de que la preparación ha sido dura en todos los aspectos, pues la familia ha tenido que soportar mis ausencias durante horas, ha tenido que aguantar mi cansancio, mi fatiga, mi particular forma de alimentación. Ellos estarán allí, al final, como tirando de una soga para que me haga más llevaderos los últimos kilómetros, las últimas horas, los últimos suspiros de desesperación por pasar por debajo de la tan ansiada pancarta de meta.

En cada avituallamiento trato de alimentarme e hidratarme de forma suficiente, sin atracones, que el estómago está delicado (ya he tenido que parar en varias ocasiones a evacuar sólidos y líquidos). Si por mí hubiera sido, me habría quedado a zampar en cada uno de ellos hasta no poder más, pero hay que ser sensatos. Me voy encontrando mejor con el paso de los minutos, de los kilómetros. A mi llegada a Setenil ya soy capaz de aguantar en un grupito de corredores, lo que me anima y me motiva. Además, se hace más fácil y llevadera la travesía rondeña. Nada más ver el cartel indicativo de Setenil me acordé de mi primera visita turística a la localidad y comprobé que existía una calle denominada “Gibraltar Español”. En su momento, hace ya 13 años, me hizo bastante gracia. En ésta mi tercera aparición por el lugar, cuando tan fatigado y cansado me encuentro, el sólo hecho de rememorar aquella escena me hace dibujar una sonrisa en mi cara (imagino que medio demacrada) y lo comento con mis momentáneos compañeros de fatigas (expresión que viene que ni pintada). Esa circunstancia hace que me plantee el resto de la prueba como una aventura reconquistadora. Me explico: me viene la vena patriótica y alcanzar la meta me lo planteo como recuperar el peñón, como alcanzar la cima de tan afamado pedruzco en mitad de la bahía algecireña. A partir de ahora, cada paso, cada zancada, cada kilómetro superado, será como un pequeño avance en la consecución de mi particular trofeo.

En mi horizonte imaginario más cercano tengo ahora el cuartel de la Legión, un lugar al que llegas como si fuera tu casa, que buscas de forma ansiosa para sentir el calor de los legionarios, su apoyo, sus ánimos. Un sitio en que puedes descansar, recuperar energías, motivaciones, para seguir dando un pasito tras otro en busca de tu meta particular, pues cada uno, aparte de llegar a meta, tenemos nuestras motivaciones e ilusiones particulares. Cuando dejo atrás el cuartel, me doy cuenta de que ha transcurrido cerca de una hora. No importa, pues parto con la sensación de que mi cuerpo parece otro, no me siento débil, ni alicaído. Sí cansado, con las piernas duras, con varias ampollas. El hecho de ponerte ropa limpia y seca, de comer en condiciones, de oir las alentadoras palabras de los legionario, hace que a partir de ese momento comience una prueba distinta, como si los kilómetros y las horas previas no hayan sido más que un calentamiento para afrontar la lucha final, la última batalla.

Es de noche desde hace ya rato. Ahora, si miras al fondo, el camino parece una hilera de luces que hace que parezca imposible llegar hasta allá, a lo lejos, adonde se aprecia el ligero brillo del último frontal que mi cansada vista es capaz de vislumbrar. Sigo acompañado, pero casi nadie habla. Se oye el cantar de los grillos, el zapatear de unos y otros, la respiración agitada, el suspiro de dolor, de sufrimiento, de cansancio. Mentalmente miro hacia atrás. Pasan todos los momentos del día por mis recuerdos. Doy la vuelta a mi punto de mira y veo la meta, a la gente animando sin descanso, a mi gente esperanzada en tenerme entre sus brazos. Lloro. Lloro de alegría, de ilusión, de ganas, de positivismo. También lloro de cansancio. No pensaba que podía uno llorar de cansancio, de pensar en esos músculos que llevan casi todo el día dándole que te pego, arrimando el hombro para que yo, y varios cientos de pirados más, cumplamos un sueño, para que demos satisfacción a nuestros deseos de ególatras. Bueno, no, no creo que se trate de egolatría, sino más bien autorealización, de mostrarnos que somos capaces de conseguir cualquier sueño, cualquier objetivo, cualquier meta. Tan sólo tienes que proponértelo y poner todos los medios a tu alcance para conseguirlo.

Las lágrimas me dan fuerzas. Entre tanto lloriqueo casi no he oído los ánimos recibidos por las calles de Benaoján y me encuentro a los pies de la cuesta del cachondeo. Ahí pienso en llegar a meta y preguntar a todos quién fue el avispado que le puso tan sugerente nombre a tan interminable inclinación de la orografía. Como siempre me he considerado un cachondo, la recorro, la camino, la recamino como si fuera mi cuesta, como si fuera una especie de plataforma de lanzamiento hacia la meta, prácticamente a dos pasos de la cumbre. Una vez arriba, cuesta creer que ya está todo hecho, pero me lo creo, me animo a mí mismo y me lanzo a correr como si estuviera en mi pueblo haciendo series. Ahora que lo pienso, es como si me hubieran dado algo divino que me proporcionó una energía que en ningún momento del día he tenido en mi cuerpo. La gente te dice de todo, y todo bueno. Resulta inevitable hacer los últimos metros dando gracias a todos esos aficionados, a esos viandantes que te reciben como si fueras un campeón, un héroe. Bueno, en definitiva, me creo un campeón, un héroe, mi héroe y campeón particular, aunque también así considero a todos los que están todavía por esos caminos, a los que están en la Alameda recuperando el resuello, a los que ya llevarán rato durmiendo en sus alojamientos.

Mirar al fondo, ver a mi mujer y a mis hijos con ojos como platos, gritando “Vamos papá, que eres el mejor”, eso no tiene precio. Vuelvo a llorar hasta el punto de preguntarme si estoy en una prueba tan durísima o viendo un telemaratón de telenovelas latinoamericanas.

Al cruzar el arco de meta, casi ni puedo parar de correr, las piernas se van solas, menos mal que mi mujer me recibe en un calidísimo abrazo, como tantos y tantos que he visualizado a lo largo de tan larga jornada. Increíble, lo he logrado, lo hemos conseguido. Gracias. Esta vez no he querido pensar en la próxima edición, quiero disfrutar la presente como si fuera la última, me sabrá mucho mejor.