30.12.09

R004.UNA PROMESA

El sol radiante de la mañana, le deslumbró al salir de la oscuridad del túnel que daba acceso al campo de fútbol. Fue como una bofetada que hacia girar la cara a la larga cola de personas que como él pujaban por entrar en aquel recinto.

Cuando sus ojos se adaptaron a la luz brillante, distinguió asombrado una marea humana de mil colores que se desperdigaba por una gran alfombra verde; ciclistas aquí, marchadores allí, militares más allá, todos juntos pero cada uno aislado en sus propios pensamientos. “Ya estoy aquí” -pensó para si mismo- parece mentira pero estoy aquí”.

Era como se lo había imaginado, tal y como la vehemencia de su amigo se lo había descrito, pero aun así, no pudo dejar de sorprenderse. Caminó los metros finales que le llevaban al césped, con cierto temor, pensando en que rápidamente alguien notaria que él no formaba parte de aquel ambiente, que era en cierta manera un intruso. Y mientras esperaba que de un momento a otro alguno de aquellos militares le indicara amablemente que ocupara un sitio entre el publico en la grada, avanzó lentamente, y de pronto sintió en sus pies el frescor húmedo de la hierba regada. Ya estaba allí, por fin.

En su mente, como un rayo que cruza el firmamento oscuro rasgando su inmensidad, apareció en un flash la cara de su hijo. Él era el motivo y la causa de su presencia en ese lugar extraño. Pensó que cada uno de los allí presentes tendría su motivación particular para acudir aquella mañana de Mayo a esa cita ineludible con el sufrimiento. Él también la tenia, pero en su caso había sido el sufrimiento quien había acudido primero a él muchos meses atrás.

Mientras recorría con la mirada el amplio arco iris que conformaban los allí presentes, a la cabeza le vino el recuerdo del momento en el que aquel muchacho sonriente se le acercó en los pasillos del hospital. Eso fue solo un mes después de que la vida le hubiera dado el mayor mazazo posible, cuando su pequeño hijo, su hijo del alma, el depositario de tantas alegrías y esperanzas, cayera enfermo con esa terrible enfermedad. En su momento le pareció imposible que algo que tantas veces había escuchado, algo que sabía que estaba ahí, pero de oídas por las experiencias de los demás, ahora le hubiera tocado a su propio hijo. No podía entenderlo ni aceptarlo; mil veces se preguntó el por que y mil veces pidió que le pasara a él; pero otras tantas mil veces el silencio fue su única respuesta. Tras la desesperación inicial, comenzó la lucha por salir adelante y fue así como entró en contacto con esos Ángeles de la guarda que trabajan en Andex, esos que tanto bien y ayuda le proporcionaron desde el primer momento.

Y fue así, a través de su común relación con Andex, como coincidió una fría mañana de Noviembre con aquel mocetón sonriente, que se le acercó para ofrecerle un momento de charla mientras él divagaba, mirando sin ver, frente a su propio reflejo en el cristal de una ventana. No hicieron falta presentaciones ni preámbulos, ambos sabían porque estaban allí. En ese primer momento, podían haber hablado del tiempo, de fútbol o del maldito mal que les acompañaba, pero fue la curiosidad por aquel extraño logo que lucia orgulloso sobre su camiseta “La sufrida con Andex” lo que llevo la conversación a un terreno interesante y novedoso para él. Así fue como se enteró de que existían personas buenas que colaboraban desinteresadamente para ayudar a sus particulares Ángeles de la guarda; así supo de personas sanas que querían convivir voluntariamente con la enfermad para traspasar a los más débiles, parte de su fortaleza física y deportiva en forma de calor humano, de compañía en los pasillos, de colaboraciones altruistas y recaudaciones económicas, porque obviamente no solo es calor humano lo que se necesita en esta ardua empresa.

El énfasis en los abiertos ojos con los que aquel muchacho desconocido le iba describiendo las experiencias de ciertos locos del deporte que elegían voluntariamente el sufrimiento como una forma de disfrutar, despertó en él la curiosidad por aquella extraña tropa, y así la siguiente vez que se encontraron fue porque él le buscó intencionadamente por los pasillos del hospital para que continuara con el relato increíble de sus curiosas aventuras. Y pudo saber al fin que existe una loca tribu de deportistas, que se hacen llamar así mismos “cientouneros”, que sufren por esos pequeñuelos enfermos y que a modo de mínima colaboración, anteponen a su objetivo prioritario y deportivo el deseo de ayudar a Andex, recaudando fondos para su loable labor diaria.

Aquellas charlas de pasillo, le sirvieron para evadirse momentáneamente de su pesadilla, e incluso le hicieron disfrutar a la vez, porque había encontrado una mezcla curiosa e interesante de alguna de las cosas que más le gustaban: la solidaridad, los niños, el deporte, la Legión.

La idea le cautivó desde el principio, y sin mucha meditación ni casi saber lo que decía, deseando devolver parte de la ayuda recibida, se prometió a sí mismo, que cuando su hijo sonriera de nuevo, cuando mejorara, iría personalmente a conocer a esos deportistas por los que empezaba a sentir ya algo de cariño. Seria algo así, como el cumplimiento de una promesa, un peregrinaje debido, para dar las gracias a aquellos locos y anónimos amigos.

Y así, tras meses de lucha contra la enfermedad, tras ver por fin la sonrisa y la esperanza en el rostro de su hijo, comenzó a darle forma a la idea de cumplir con su palabra. Hacia años que no había vuelto a practicar deporte con cierta asiduidad, pero se tomó de buena gana el tener que salir todos los días a andar, a trotar, a castigarse un poco, y pensaba que por muy duro que fuera todo eso, mas duro habían sido los interminables recorridos de ida y vuelta en los pasillos hospitalarios.

Por eso, de esa manera, se encontraba allí aquella mañana de Mayo, pisando esa alfombra verde bajo un sol que le aplastaba, rodeado de los que al fin vio por sí mismo: “cientouneros en tierra santa”.

Ya al fin durante la prueba, la dureza del camino la fue superando a base de pensar en el sufrimiento de su hijo y de tantos como él a los que pudo ver en los duros meses de visitas al hospital; los momentos de desfallecimiento los superó pensando en esa sonrisa enorme que a su hijo le quedó cuando le dijo que iría a participar en una carrera con la Legión; el calor extremo del día lo aguantó con el recuerdo amable de aquel muchacho cientounero que un día le busco para animarle; la soledad de la noche la venció con la palabra amiga de cuantos le acompañaban en el camino y que como él, solo rompían su silencio y recogimiento para animar al compañero. Y así, metro a metro, kilómetro a kilómetro, hora a hora, fue superando los obstáculos que la sierra le fue poniendo y recibido por el mismo sol que el día anterior le esperaba en el campo de fútbol, pudo por fin enfilar la Alameda soñada en interminables días de entrenamiento. Y allí, al final de su camino también le esperaba, buscándolo con los brazos tan abiertos como su sonrisa, el muchacho cientounero que antaño fue su apoyo y ahora era su amigo.

“Os lo debía, -le decía entre lagrimas mientras otro ángel de la guarda de verde oliva le colgaba del cuello el recuerdo de su hazaña- os lo debía -repetía- por vuestra ayuda a todos los que sufren la lacra de esta terrible enfermedad y a los que la sufrimos en las carnes de los que más queremos, os lo debía por haberme permitido comprobar donde está el limite del sufrimiento y poder ir mas allá, os lo debía por abrirme los ojos a este mundo cientounero que tanto nos ha ayudado.

El cientounero sonriente, le abrazó de nuevo, mientras le decía que la verdadera prueba de fuerza, de fe, de resistencia, es la que pasan los padres de esas criaturas “pelonas” que pierden de manera temprana la sonrisa de su infancia. Eso si que tiene mérito, eso si es una prueba de dureza extrema. “Lo que nosotros hacemos -continuó- no es nada comparado con el maratón que vosotros tenéis que recorrer cada día de la enfermedad.”

Caminaron hacia el final de la Alameda, satisfechos. Uno, por haber rendido al fin tributo a la Legión cientounera con la que estaba en deuda. El otro, por haber ayudado una vez más a Andex.

Y juntos gritaron lo que tantas veces le escucharon a la voz de la experiencia: “Lo que hacemos en la vida, tiene su eco en la eternidad”.

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Plati.