30.12.09

R004.UNA PROMESA

El sol radiante de la mañana, le deslumbró al salir de la oscuridad del túnel que daba acceso al campo de fútbol. Fue como una bofetada que hacia girar la cara a la larga cola de personas que como él pujaban por entrar en aquel recinto.

Cuando sus ojos se adaptaron a la luz brillante, distinguió asombrado una marea humana de mil colores que se desperdigaba por una gran alfombra verde; ciclistas aquí, marchadores allí, militares más allá, todos juntos pero cada uno aislado en sus propios pensamientos. “Ya estoy aquí” -pensó para si mismo- parece mentira pero estoy aquí”.

Era como se lo había imaginado, tal y como la vehemencia de su amigo se lo había descrito, pero aun así, no pudo dejar de sorprenderse. Caminó los metros finales que le llevaban al césped, con cierto temor, pensando en que rápidamente alguien notaria que él no formaba parte de aquel ambiente, que era en cierta manera un intruso. Y mientras esperaba que de un momento a otro alguno de aquellos militares le indicara amablemente que ocupara un sitio entre el publico en la grada, avanzó lentamente, y de pronto sintió en sus pies el frescor húmedo de la hierba regada. Ya estaba allí, por fin.

En su mente, como un rayo que cruza el firmamento oscuro rasgando su inmensidad, apareció en un flash la cara de su hijo. Él era el motivo y la causa de su presencia en ese lugar extraño. Pensó que cada uno de los allí presentes tendría su motivación particular para acudir aquella mañana de Mayo a esa cita ineludible con el sufrimiento. Él también la tenia, pero en su caso había sido el sufrimiento quien había acudido primero a él muchos meses atrás.

Mientras recorría con la mirada el amplio arco iris que conformaban los allí presentes, a la cabeza le vino el recuerdo del momento en el que aquel muchacho sonriente se le acercó en los pasillos del hospital. Eso fue solo un mes después de que la vida le hubiera dado el mayor mazazo posible, cuando su pequeño hijo, su hijo del alma, el depositario de tantas alegrías y esperanzas, cayera enfermo con esa terrible enfermedad. En su momento le pareció imposible que algo que tantas veces había escuchado, algo que sabía que estaba ahí, pero de oídas por las experiencias de los demás, ahora le hubiera tocado a su propio hijo. No podía entenderlo ni aceptarlo; mil veces se preguntó el por que y mil veces pidió que le pasara a él; pero otras tantas mil veces el silencio fue su única respuesta. Tras la desesperación inicial, comenzó la lucha por salir adelante y fue así como entró en contacto con esos Ángeles de la guarda que trabajan en Andex, esos que tanto bien y ayuda le proporcionaron desde el primer momento.

Y fue así, a través de su común relación con Andex, como coincidió una fría mañana de Noviembre con aquel mocetón sonriente, que se le acercó para ofrecerle un momento de charla mientras él divagaba, mirando sin ver, frente a su propio reflejo en el cristal de una ventana. No hicieron falta presentaciones ni preámbulos, ambos sabían porque estaban allí. En ese primer momento, podían haber hablado del tiempo, de fútbol o del maldito mal que les acompañaba, pero fue la curiosidad por aquel extraño logo que lucia orgulloso sobre su camiseta “La sufrida con Andex” lo que llevo la conversación a un terreno interesante y novedoso para él. Así fue como se enteró de que existían personas buenas que colaboraban desinteresadamente para ayudar a sus particulares Ángeles de la guarda; así supo de personas sanas que querían convivir voluntariamente con la enfermad para traspasar a los más débiles, parte de su fortaleza física y deportiva en forma de calor humano, de compañía en los pasillos, de colaboraciones altruistas y recaudaciones económicas, porque obviamente no solo es calor humano lo que se necesita en esta ardua empresa.

El énfasis en los abiertos ojos con los que aquel muchacho desconocido le iba describiendo las experiencias de ciertos locos del deporte que elegían voluntariamente el sufrimiento como una forma de disfrutar, despertó en él la curiosidad por aquella extraña tropa, y así la siguiente vez que se encontraron fue porque él le buscó intencionadamente por los pasillos del hospital para que continuara con el relato increíble de sus curiosas aventuras. Y pudo saber al fin que existe una loca tribu de deportistas, que se hacen llamar así mismos “cientouneros”, que sufren por esos pequeñuelos enfermos y que a modo de mínima colaboración, anteponen a su objetivo prioritario y deportivo el deseo de ayudar a Andex, recaudando fondos para su loable labor diaria.

Aquellas charlas de pasillo, le sirvieron para evadirse momentáneamente de su pesadilla, e incluso le hicieron disfrutar a la vez, porque había encontrado una mezcla curiosa e interesante de alguna de las cosas que más le gustaban: la solidaridad, los niños, el deporte, la Legión.

La idea le cautivó desde el principio, y sin mucha meditación ni casi saber lo que decía, deseando devolver parte de la ayuda recibida, se prometió a sí mismo, que cuando su hijo sonriera de nuevo, cuando mejorara, iría personalmente a conocer a esos deportistas por los que empezaba a sentir ya algo de cariño. Seria algo así, como el cumplimiento de una promesa, un peregrinaje debido, para dar las gracias a aquellos locos y anónimos amigos.

Y así, tras meses de lucha contra la enfermedad, tras ver por fin la sonrisa y la esperanza en el rostro de su hijo, comenzó a darle forma a la idea de cumplir con su palabra. Hacia años que no había vuelto a practicar deporte con cierta asiduidad, pero se tomó de buena gana el tener que salir todos los días a andar, a trotar, a castigarse un poco, y pensaba que por muy duro que fuera todo eso, mas duro habían sido los interminables recorridos de ida y vuelta en los pasillos hospitalarios.

Por eso, de esa manera, se encontraba allí aquella mañana de Mayo, pisando esa alfombra verde bajo un sol que le aplastaba, rodeado de los que al fin vio por sí mismo: “cientouneros en tierra santa”.

Ya al fin durante la prueba, la dureza del camino la fue superando a base de pensar en el sufrimiento de su hijo y de tantos como él a los que pudo ver en los duros meses de visitas al hospital; los momentos de desfallecimiento los superó pensando en esa sonrisa enorme que a su hijo le quedó cuando le dijo que iría a participar en una carrera con la Legión; el calor extremo del día lo aguantó con el recuerdo amable de aquel muchacho cientounero que un día le busco para animarle; la soledad de la noche la venció con la palabra amiga de cuantos le acompañaban en el camino y que como él, solo rompían su silencio y recogimiento para animar al compañero. Y así, metro a metro, kilómetro a kilómetro, hora a hora, fue superando los obstáculos que la sierra le fue poniendo y recibido por el mismo sol que el día anterior le esperaba en el campo de fútbol, pudo por fin enfilar la Alameda soñada en interminables días de entrenamiento. Y allí, al final de su camino también le esperaba, buscándolo con los brazos tan abiertos como su sonrisa, el muchacho cientounero que antaño fue su apoyo y ahora era su amigo.

“Os lo debía, -le decía entre lagrimas mientras otro ángel de la guarda de verde oliva le colgaba del cuello el recuerdo de su hazaña- os lo debía -repetía- por vuestra ayuda a todos los que sufren la lacra de esta terrible enfermedad y a los que la sufrimos en las carnes de los que más queremos, os lo debía por haberme permitido comprobar donde está el limite del sufrimiento y poder ir mas allá, os lo debía por abrirme los ojos a este mundo cientounero que tanto nos ha ayudado.

El cientounero sonriente, le abrazó de nuevo, mientras le decía que la verdadera prueba de fuerza, de fe, de resistencia, es la que pasan los padres de esas criaturas “pelonas” que pierden de manera temprana la sonrisa de su infancia. Eso si que tiene mérito, eso si es una prueba de dureza extrema. “Lo que nosotros hacemos -continuó- no es nada comparado con el maratón que vosotros tenéis que recorrer cada día de la enfermedad.”

Caminaron hacia el final de la Alameda, satisfechos. Uno, por haber rendido al fin tributo a la Legión cientounera con la que estaba en deuda. El otro, por haber ayudado una vez más a Andex.

Y juntos gritaron lo que tantas veces le escucharon a la voz de la experiencia: “Lo que hacemos en la vida, tiene su eco en la eternidad”.

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Plati.

22.12.09

R003.LA SOLEDAD DEL CIENTOUNERO

Acababa de abrir los ojos , miró al despertador y vio que en tres minutos iba a sonar la alarma, la desconectó y por un momento pensó que ya era casi una costumbre eso de despertarse solo, sin necesidad de que , el irritante, sonido de la máquina, pudiese despertar al resto de su familia , que dormía , a pierna suelta, bien calentitos en sus cálidos edredones.

Fuera hacía frío, mucho frío, seguro que hoy también cuando se incorporara del lecho, iba a notar lo gélido de la habitación, vaya , otra manía esa de dormir con la ventana entreabierta que , por suerte, compartía con su esposa.

Se abrigó, incluyendo un buen forro de polar y, con cuidado y linterna en mano , dio un repaso a los niños, su tropa , que dormían convenientemente tapados , ahora una visita al cuarto baño y hacia el mirador , allí, con la habitual rutina empezó con los pautados movimientos , benditas técnicas de calentamiento y bendito el tiempo empleado en aprenderlas , así, a la vez que iba desentumeciendo el cuerpo iba cargándose de nueva energía ; la respiración se hizo profunda, la calle seguía desierta .

Tras un rato acondicionando su cuerpo, y chequeado el estado general, fue a por la ropa que colgada de una silla de la cocina había dejado preparada la noche antes, se vistió con ropa técnica, de gran almacén , pero al fin y al cabo técnica, cumplía bien su misión y no se comía mucho el corto presupuesto ; se abrigó y salió a la calle.

Fuera hacía frío, mucho frío, sus pómulos , apretados, se lo decían , los alfilerazos en sus muslos se lo recordaban, los dedos le gritaban que hacía frío, mucho frío y que eran las cinco y media de la mañana de un día laborable.

Si el acompasar la respiración con su cuerpo le había hecho sentirse bien reconfortado, el verse en la calle y empezar a andar le había encendido una íntima satisfacción :¡ ya estaba disfrutando!.

El recorrido era el habitual , sus pasos le iban a llevar , durante hora y media, por un recorrido de diez kilómetros, iba a paso vivaz , rápido, a él le gustaba definirlo como paso “legionario”, un vigoroso braceo y breves sprints o por decirlo en castellana palabra acelerones. o incluso mejor, y cariñosamente, tironcitos , le acompañaban y aceleraban moderadamente, cada poco tiempo, su pulso.

¡Dios! Cómo disfrutaba sintiéndose , el único habitante de la madrugada , en la aparentemente vacía ciudad .

Pronto, se cruzaría con el panadero que , en los tiempos que corren, seguía empujando su carrito para llevar , el pan nuestro de cada día, a las casas que dejaban las multicolores talegas colgadas en sus puertas , ¡adiós Chico! le decía él , ¡buenos días! contestaba con voz de aguardiente tras su carro , el madrugador vecino.

La marcha seguía , la ciudad como desierta, a veces, un coche patrulla y un saludo, gente de uniforme , gente con vocación de servicio: buena gente, ¡buenos días! ¡buen servicio!.

Pero , un amanecer mas , el problema volvió a saltar en su mente, ya salía el sol , y el bello espectáculo tras los arboles de la alameda , también le volvió a traer, en inesperada asociación de ideas , la verdad que le acompañaba , día a día : su hijo, el pequeño, tenía la maldita enfermedad creciendo en su intestino.

Por deprisa que él andase, por lejos que llegara en sus caminatas, por temprano que se levantase, nunca podía dejar atrás , el diagnóstico que escuchara una tarde del mes septiembre que jamás iba a olvidar; el problema , estaba allí, y pronto ,habría que dormir lo, e intentar extirpar la grave amenaza que llevaba en su interior, ¡vaya ! Le había tocado a su hijo .

Ahora , seguía marchando, paso ligero , enérgico braceo, intercaló un pensamiento; ¡qué haría sin estos desahogos !, se dijo en sus adentros, durante la semana, arañaba un tiempo para él, para sentirse bien, le gustaba pensar que estando en forma podría ofrecer lo mejor de sí, y, con alegría , al drama que estaba viviendo su familia;

Además estaba ,en el próximo año, el participar en la madre de todas las pruebas , marchar 101 kilómetros en menos de 24 horas, por locura que pudiera parecer , estaba deseando repetir, pocas veces y solo en limitados foros se atrevía con afirmar, sin cargo de conciencia alguno, que estaba “pillado” por esa prueba , en argot , se podía decir que estaba “enganchado” , y lo estaba , hasta el tuétano.

El tiempo iba pasando, algunos automóviles, dentro, ciudadanos encogidos y somnolientos que le miraban con estupefacción , iban animando la mañana, alguna ambulancia, con luces encendidas , pero sin sonido ,comenzaban el cotidiano vaivén hacía el cercano Hospital, ¡vaya! otra vez el niño en el pensamiento, pero, él, sigue caminando, aclarando las ideas , cargándose de energía , con decisión , que la voluntad triunfe , un paso adelante, ¡a los problemas !, ¡con alegría! .

Su visita a su “oasis” de la mañana , iba llegando a su fin, ya en casa algún ejercicio mas, una buena ducha y al trabajo.

Pero antes , ¡Dios!, si su familia supiera cómo le agradaba llegar y , verlos como cachorros en torno a sus padres mientras acababan un buen desayuno, el olor del pan con aceite inundando la casa al cruzar la puerta , la tibieza del hogar que le abrazaba cuando volvía de su pateo;

A quién podría explicarle que para él , el solitario entrenamiento, le cargaba las pilas y le convertía en una persona , aún mas familiar, mas cariñosa, lo hacía más humano; cómo trasladar, desde luego él no era un poeta para conseguir comunicarlo adecuadamente, la íntima satisfacción de tener sus “deberes marchadores ” hechos y, respecto a su familia, tenerlos allí ,para empezar el día , juntos , le era imposible desligarse de la marcha, como imposible era desligarse del amor a su gente.

Los fines de semana, también temprano, para no robarle mas tiempo a su familia, marchaba al campo a marchar; allí, era completamente feliz ; la plenitud que sentía solo se veía empañada por la terrible enfermedad que amenazaba la vida de su hijo pequeño, pero ¡qué puñetas! él era un cientounero, y seguía tirando para adelante , sin miedo, paso a paso , con su particular “mochila” a cuestas, si algo había aprendido en sus largos pateos , en su participación en el 101, era , que viniesen momentos malos o viniesen buenos sólo cabía seguir y seguir , ¡siempre adelante!.

Pronto , llega la hora de marchar al trabajo, la íntima satisfacción de llevar ya en el cuerpo, y en la mente, su cotidiana ración de entrenamiento ; de seguir con su inédita colección de amaneceres; el gozo de haber visto , una mañana mas a su familia preparándose para su quehaceres, la mirada limpia e inocente de su pequeño, el cariñoso y bien memorizado beso de su esposa , le bastan . Marcha al trabajo.

En su fuero interno, nada le turba, a donde haya que llegar se llegará, cada día es un día mas , cada paso es un paso mas ; recuerda ahora , el azulejo que preside su casa , un trofeo del 101 lo adorna ; está escrito : “La plenitud no está lograr lo que anhelas , sino en valorar lo que tienes” y él ,gracias a Dios, tiene como todo patrimonio, un humilde trabajo, una familia sin pretensiones y un arma secreta para sufrir la enfermedad de su hijo y todo lo que la vida le pueda deparar, sea bueno o malo, porque , esta mañana, en concreto , al igual que otras muchas ,se siente , hoy , mas que nunca , CIENTOUNERO .

El Viejo Sileno

R002.NO HAY MUCHOS MOMENTOS EN LA VIDA

No hay muchos momentos en la vida, en los que tengas la oportunidad de sentirte alguien verdaderamente importante, de sentirte como si fueras el mismisimo Hércules, que acabara de terminar con todos sus trabajos pendientes, de demostrarte a ti mismo, de que tú y solo tú has logrado lo que está demostrado que no está al alcance de todos.

Acabas de terminar la “Cuesta del Cachondeo”, te recompones un poco para no parecer muy “perjudicado”, y te encaminas glorioso a cruzar sobre el Tajo de Ronda; apenas te atreves a mirar hacia abajo, no sea cosa de que sea un espejismo, y al mirar te veas a ti mismo que con paso cansino subes la cuesta de los Molinos y te enfrentas al último kilómetro que da paso a la gloria.

Una rápida ojeada al fondo, y no, tú ya no estás ahí, tú estás a punto de pasar ante la mirada atónita de los turistas que te miran como si te acabara de pillar el Apocalipsis. Algunos aún se atreven a preguntar:

¿Y de donde viene usted?
De Ronda.
Pero si Ronda es esto.
Si pero es una prueba deportiva, en la que tienes que recorrer 101 kms.
¿Cuántos?
101
¿Y como hace Usted, esas cosas, alma de cántaro?

Decides dejar la conversación para otro momento, y le dices, lo siento, tengo que seguir, que se me hace tarde.

Ya queda poco, se divisa la Plaza de Toros, y un poco más allá la Alameda del Tajo, ya solo te queda cruzar esa calle cortada al tráfico, recibir los aplausos del público, el cariño de los amigos, y aguantar las lágrimas de alegría, para que nadie piense que son de dolor.

¿Qué son los 101?, ¿y tú me lo preguntas?, mira si nos podemos apuntar ya para los del año que viene, y no me hagas preguntas díficiles, que no estoy yo para mucho pensar.

F010.CAIDOS EN COMBATE.

F009.EL DESCANSO DEL GUERRERO

F008.CAER SOLO ME OBLIGA A LEVANTARME

F007.VOLUNTARIOS ¡PRESENTE!

17.12.09

R001.MIS 101 PARTICULARES KILÓMETROS

Existe un dicho que expresa que “el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. Sinceramente, desconozco si el resto de la fauna del mundo mundial tropieza una, dos o no se cuántas veces en la misma piedra o en diferentes piedras. De lo que sí estoy seguro es de que nosotros, los seres humanos, o personas, o mujeres, hombres, etc., sí que lo hacemos, y no siempre es para mal. Me explico:

Durante mi primera participación en la tan popular prueba de los 101 Kms de Ronda (digo que es tan popular porque en el mundillo de los corredores de larga distancia basta con pronunciar “los 101” para que todo el mundo ya sepa a qué te refieres) iba jurando y perjurando que jamás volvería a patear, ni andando, ni correteando, esos caminos de Dios, que para mí se estaban asemejando más a los caminos de Satán. Con cada paso, con cada zancada, me daba la impresión de estar sumergiéndome en la más pantanosa de las ciénagas, imaginaba que me hundía y hundía sin poder asirme a nada que pudiera salvar mi debacle. Cada golpe de mis zapatillas contra el suelo, ya fuera asfalto, ya camino terrizo, ya cuesta empedrada, traía a mi mente la idea de abandonar, de echarme a la banda y dejar que mi cuerpo volviera a su estado normal. Pensaba que no había una parte de mi cuerpo que no sintiera dolor, lo que llevaba a mi mente un enorme pesar que me empujaba a tomar la determinación de abandonar. Pero no, los ánimos de los corredores que me adelantaban y alentaban; del público por las calles de las distintas poblaciones; las palabras y el apoyo constante de los voluntarios y los legionarios; me dieron una fuerza física y mental suficiente para poder cruzar esa tan ansiada línea de meta.

A pesar de todos esos malos pensamientos, de un pesimismo cada menos menos optimista, cuando estaba en casa, saboreando la segunda ducha de la jornada, ya rondaba por mi cabeza la posibilidad de descansar lo antes posible para poner los cimientos de cara a afrontar mi participación en la próxima edición de los 101. Tras medio año esperando a que se abran las inscripciones para la siguiente edición, tengo la fortuna de estar entre los afortunados que consiguen dorsal, así que desde ese momento pongo más y más empeño en que la preparación sea la idónea para llegar al Día D en las mejores condiciones posibles.

Pues, como siempre pasa, el Día D llegó. Los nervios se han ido acumulando día tras día, aflorando en las madrugadas, obligándome a pasar muchos ratos en vela por tener mi estómago que parecía un hormiguero gigantesco.

Como en la vez anterior, quedamos varios foreros para saludarnos, para darnos energía, para motivarnos, para contar nuestras penas y nuestras mejores batallitas. El campo de fútbol parece un volcán a punto de entrar en ebullición. Corredores, atletas, duatletas, legionarios, voluntarios, familiares, público en general. Todos formábamos un estampa digna de retratar, de grabar a fuego en un rincón especial de nuestra memoria, pues es un momento muy especial.

Con el eco del cañonazo de la salida, la marea humana comienza a desperezarse, a dar los primeros. Ronda queda invadida por una serpenteante línea que copa el ancho de las milenarias vías rondeñas. Se oye el tran tran de los apoyos de las zapatillas sobre el asfalto, sobre el adoquinado. Sobresale, además, el susurro de las conversaciones entre los corredores, pues todavía el ánimo da para no hacerte a la idea de que los 101 ya te han atrapado, estás en proceso de ser devorado por cada metro, por cada cuesta arriba, por cada bajada, por cada rayo de sol que se abate sobre nuestros cuerpos, por cada gota de sudor (¿cuántos millones de gotas de sudor no caerán a lo largo y ancho de nuestra piel?, ¿las habrá contado alguien alguna vez?). Evidentemente, todos somos prudentes con la velocidad de marcha, queda mucho por delante. Los kilómetros pasan sin darte cuenta, llegando a pensar que la costa está chupá, que está hecho.

Al dejar Ronda allá atrás, allá arriba, la reflexión te lleva a pensar que gente como la que había por las aceras, por las calles, gritando, dando ánimos, diciéndote que eres el mejor, un campeón, son, en gran medida, los culpables de que “los 101” sean lo que son, una prueba especial, mágica, que te engancha una vez que la saboreas.

Una vez alcanzado el pueblo de Arriate, la gente, abarrotando la calzada y la aceras, te da fuerzas, aliento. Sus palabras y sus aplausos consiguen insuflarme chorros y chorros de energía, de ganas, de voluntad. Así, con gente de esta estirpe, todo es más fácil y llevadero. Toca ir a por el siguiente punto.

Los metros, los kilómetros pasan. Asímismo, pasan por mi mente muchos recuerdos, cientos de imágenes, de momentos. Buenos y no tan buenos, pero estos no tan buenos también te sirven para motivarte, para hacerte ver que la línea de meta llegará, como todo llega en esta vida. Tan sólo hay que saber seguir dosificando, aprovechando cada avituallamiento, cada bajada, cada metro llano. Eso es fundamental. El día y parte de la noche se harán largos, cuasi interminables. El año pasado, en mi bautizo como cientounero, ni siquiera tuve tiempo de esperarla, de verla llegar, pero cuando uno se encuentra a los pies de las cuesta de los guarros, o de los cerdos, o de los cochinos, o de los puercos (dependerá de cómo cada uno haya adoptado su forma de expresar el nombre de ese animalito que tantas ricas viandas nos proporciona). Este año sí, en esta edición iba pensando desde hacía rato en cómo afrontarla. Si más rápido o más lento; si corriendo o caminando. Eso era de lo menos, en ese momento tocaba enfrentarse a la cuestecita con determinación, con ganas, con mentalidad positiva, con la mente abierta. La mente, no se, pero a estas alturas me daba la impresión de que tenía abierto hasta el pellejo. Cuando vas subiendo una cuesta así, cuando te adelantan más y más corredores, cuando empiezas a vislumbrar que tus fuerzas se han quedado abajo der tó, cuando cada metro te comienza a parecer un mundo, da la impresión de que el universo se ha puesto en tu contra. Los malos augurios comienzan a acudir a tus pensamientos, parece que también se meten en tus músculos, queriendo paralizarlos, diciéndoles que se paren, que hasta aquí hemos llegado. Pero no. Aunque soy tan sólo un bebé como cientounero, los entrenamientos inerminables, los maratones acabados, los sinsabores del pasado, las alegrías, los buenos momentos, luchan contra las fuerzas del mal para evitar echarse a la banda, que me pare, que me retire, que diga adiós a esa ilusión, a ese sueño en que se ha convertido mi deseo de llegar sano y salvo a La Alameda, a tomar aire asomado al “Tajo del Coño”.

Uno tras otro, los corredores que me alcanzan se paran conmigo, me preguntan que qué tal voy, si necesito ayuda. Les pido un helicóptero, pero ninguno viene preparado. Les doy las gracias y comienzo a trotar, despacito, a trote cochinero, como no podía ser de otra forma, dado el lugar en que me encuentro. Me hago a la idea de lo que va a suponer el resto del trayecto, un sufrimiento contínuo, una odisea en la que tendré que hacer frente a muchos fantasmas, a muchos altibajos, a muchos dolores. Eso es lo de menos. A varias horas de mí tengo a mi familia, a la gente que día tras día me ha venido mostrando todo su apoyo, con calor, con las mejores palabras, con los mejores deseos. Soy consciente de que la preparación ha sido dura en todos los aspectos, pues la familia ha tenido que soportar mis ausencias durante horas, ha tenido que aguantar mi cansancio, mi fatiga, mi particular forma de alimentación. Ellos estarán allí, al final, como tirando de una soga para que me haga más llevaderos los últimos kilómetros, las últimas horas, los últimos suspiros de desesperación por pasar por debajo de la tan ansiada pancarta de meta.

En cada avituallamiento trato de alimentarme e hidratarme de forma suficiente, sin atracones, que el estómago está delicado (ya he tenido que parar en varias ocasiones a evacuar sólidos y líquidos). Si por mí hubiera sido, me habría quedado a zampar en cada uno de ellos hasta no poder más, pero hay que ser sensatos. Me voy encontrando mejor con el paso de los minutos, de los kilómetros. A mi llegada a Setenil ya soy capaz de aguantar en un grupito de corredores, lo que me anima y me motiva. Además, se hace más fácil y llevadera la travesía rondeña. Nada más ver el cartel indicativo de Setenil me acordé de mi primera visita turística a la localidad y comprobé que existía una calle denominada “Gibraltar Español”. En su momento, hace ya 13 años, me hizo bastante gracia. En ésta mi tercera aparición por el lugar, cuando tan fatigado y cansado me encuentro, el sólo hecho de rememorar aquella escena me hace dibujar una sonrisa en mi cara (imagino que medio demacrada) y lo comento con mis momentáneos compañeros de fatigas (expresión que viene que ni pintada). Esa circunstancia hace que me plantee el resto de la prueba como una aventura reconquistadora. Me explico: me viene la vena patriótica y alcanzar la meta me lo planteo como recuperar el peñón, como alcanzar la cima de tan afamado pedruzco en mitad de la bahía algecireña. A partir de ahora, cada paso, cada zancada, cada kilómetro superado, será como un pequeño avance en la consecución de mi particular trofeo.

En mi horizonte imaginario más cercano tengo ahora el cuartel de la Legión, un lugar al que llegas como si fuera tu casa, que buscas de forma ansiosa para sentir el calor de los legionarios, su apoyo, sus ánimos. Un sitio en que puedes descansar, recuperar energías, motivaciones, para seguir dando un pasito tras otro en busca de tu meta particular, pues cada uno, aparte de llegar a meta, tenemos nuestras motivaciones e ilusiones particulares. Cuando dejo atrás el cuartel, me doy cuenta de que ha transcurrido cerca de una hora. No importa, pues parto con la sensación de que mi cuerpo parece otro, no me siento débil, ni alicaído. Sí cansado, con las piernas duras, con varias ampollas. El hecho de ponerte ropa limpia y seca, de comer en condiciones, de oir las alentadoras palabras de los legionario, hace que a partir de ese momento comience una prueba distinta, como si los kilómetros y las horas previas no hayan sido más que un calentamiento para afrontar la lucha final, la última batalla.

Es de noche desde hace ya rato. Ahora, si miras al fondo, el camino parece una hilera de luces que hace que parezca imposible llegar hasta allá, a lo lejos, adonde se aprecia el ligero brillo del último frontal que mi cansada vista es capaz de vislumbrar. Sigo acompañado, pero casi nadie habla. Se oye el cantar de los grillos, el zapatear de unos y otros, la respiración agitada, el suspiro de dolor, de sufrimiento, de cansancio. Mentalmente miro hacia atrás. Pasan todos los momentos del día por mis recuerdos. Doy la vuelta a mi punto de mira y veo la meta, a la gente animando sin descanso, a mi gente esperanzada en tenerme entre sus brazos. Lloro. Lloro de alegría, de ilusión, de ganas, de positivismo. También lloro de cansancio. No pensaba que podía uno llorar de cansancio, de pensar en esos músculos que llevan casi todo el día dándole que te pego, arrimando el hombro para que yo, y varios cientos de pirados más, cumplamos un sueño, para que demos satisfacción a nuestros deseos de ególatras. Bueno, no, no creo que se trate de egolatría, sino más bien autorealización, de mostrarnos que somos capaces de conseguir cualquier sueño, cualquier objetivo, cualquier meta. Tan sólo tienes que proponértelo y poner todos los medios a tu alcance para conseguirlo.

Las lágrimas me dan fuerzas. Entre tanto lloriqueo casi no he oído los ánimos recibidos por las calles de Benaoján y me encuentro a los pies de la cuesta del cachondeo. Ahí pienso en llegar a meta y preguntar a todos quién fue el avispado que le puso tan sugerente nombre a tan interminable inclinación de la orografía. Como siempre me he considerado un cachondo, la recorro, la camino, la recamino como si fuera mi cuesta, como si fuera una especie de plataforma de lanzamiento hacia la meta, prácticamente a dos pasos de la cumbre. Una vez arriba, cuesta creer que ya está todo hecho, pero me lo creo, me animo a mí mismo y me lanzo a correr como si estuviera en mi pueblo haciendo series. Ahora que lo pienso, es como si me hubieran dado algo divino que me proporcionó una energía que en ningún momento del día he tenido en mi cuerpo. La gente te dice de todo, y todo bueno. Resulta inevitable hacer los últimos metros dando gracias a todos esos aficionados, a esos viandantes que te reciben como si fueras un campeón, un héroe. Bueno, en definitiva, me creo un campeón, un héroe, mi héroe y campeón particular, aunque también así considero a todos los que están todavía por esos caminos, a los que están en la Alameda recuperando el resuello, a los que ya llevarán rato durmiendo en sus alojamientos.

Mirar al fondo, ver a mi mujer y a mis hijos con ojos como platos, gritando “Vamos papá, que eres el mejor”, eso no tiene precio. Vuelvo a llorar hasta el punto de preguntarme si estoy en una prueba tan durísima o viendo un telemaratón de telenovelas latinoamericanas.

Al cruzar el arco de meta, casi ni puedo parar de correr, las piernas se van solas, menos mal que mi mujer me recibe en un calidísimo abrazo, como tantos y tantos que he visualizado a lo largo de tan larga jornada. Increíble, lo he logrado, lo hemos conseguido. Gracias. Esta vez no he querido pensar en la próxima edición, quiero disfrutar la presente como si fuera la última, me sabrá mucho mejor.